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Críticas
Ignacio Gómez de Liaño
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Guadalupe Luceño: del mandala al universo
Prólogo al catálogo de la exposición UNIVERSOS: AZAR Y NECESIDAD
Diputación de Valladolid (13.7.-5.9.2021)¿Qué hace que uno se dedique al arte? El deseo de hacer la vida más bella, más plena. El deseo de recrear el mundo y de gozar esa realidad, a menudo áspera, que es el mundo. El deseo, en suma, de sentirse más a gusto con uno mismo. Pero aun siendo impulsos de esa clase los que han llevado a Guadalupe Luceño a dedicarse a la pintura, no le han faltado otros estímulos, empezando por los familiares. Su padre que, según la propia artista, tenía una técnica pictórica prodigiosa y se dedicaba sobre todo a copiar a los grandes maestros —Goya, Velázquez, Rembrandt y el Picasso clasicista— la inició en la pintura al óleo cuando era niña. Guadalupe tuvo todavía otro estímulo para ella esencial: la música. Esa pasión la llevó a compaginar la pintura con la música. Además de recibir clases particulares de piano y violín, formó parte de la orquesta en el instituto; y estudió en conservatorios profesionales. En el de Zaragoza conoció a Armando, que, de ser su profesor de armonía, pasaría a ser desde noviembre de 1987 su “compañero maravilloso”, según ella lo califica. Su profesor, incluso, de armonía vital. Para reflexionar sobre el sentido de la existencia, Guadalupe se recluyó, en agosto de 1993, en un monasterio de monjas benedictinas de la provincia de León, lo que explica que en su arte haya mucho de búsqueda de lo sagrado. De caminar en un laberinto que promete, al término del recorrido, la iluminación.
El silencio y la tranquilidad que experimentó en el entorno natural que buscó para hacer su vida personal y conyugal la ayudaron a abrir un cauce a su pasión por el arte. ¿Cuál fue ese cauce? Las formas geométricas de tipo simétrico-concéntrico. Esas formas la permitieron descubrir el mandala, y la condujeron a mi obra El círculo de la Sabiduría (1998) 1 y a ponerse en contacto conmigo. Un contacto que desembocaría en amistad, en viajes y, literariamente, en el prólogo que puse al catálogo de la exposición que hizo la artista en Essen, en 2005.
Para Guadalupe Luceño los mandalas no solo eran un asunto de arte, sino sobre todo un proceso espiritual, en el que la artista trataba de descubrir estructuras de la psique que “no podrían existir sino en relación de solidaridad con las de la realidad física y biológica.” Y añadí, en aquel prólogo:
“Los mandalas de Guadalupe Luceño nos participan un mundo que está en expansión rítmica y constante a partir de un centro inextenso, infigurable, inefable; un mundo que es originado por vectores de color que se entrecruzan en el espacio como los infinitos y vibrantes caminos de la vida; un mundo en el que predominan pautas de estructuración e integración basadas en el círculo (el Cielo), el cuadrado (la Tierra) y, ocasionalmente, el triángulo. A menudo, al titular sus óleos, Guadalupe se fija en las composiciones de grandes músicos (Beethoven, Mozart, Bach, Mahler), lo que se explica porque su pintura es música visiva, juego armónico de sensaciones visuales, en el que el plano pictórico hace las veces de partitura. La referencia a la música va al fondo de la obra de Guadalupe Luceño, pues la música es algo más que la mera modulación de los sonidos.”
Y transcribía aquella sentencia en la que Giordano Bruno compara sus diagramas mnemónicos con la música:
«La verdadera filosofía es tanto música o poesía como pintura; la verdadera pintura es tanto música como filosofía; la verdadera poesía —o música— es tanto pintura como una cierta divina sabiduría» 2.
La exposición que hizo Guadalupe en Essen la llevó a conocer a una vieja amiga mía, la Dra. Elizabeth Walther-Bense. A ella, eminente semióloga, y al gran filósofo y poeta concreto Max Bense los conocí en la inauguración de la exposición Cybernetic Serendipity, que tuvo lugar en el ICA (Institute of Contemporary Arts) de Londres, en agosto de 1968, aunque con Max mantenía correspondencia desde 1965. En el prólogo que escribió para la exposición que haría Guadalupe Luceño en 2012 en Berlín, la Dra. Walther-Bense destacó, tras mencionar la pintura de Max Bill y otros pintores concretos, las tres fases en que la artista ordenó sus pinturas: 1) Mandalas, 2) Memoria del templo y 3) Laberintos. En la primera destacó la estructura geométrica y los colores; en la segunda, su carácter de estancias del espíritu; y en la tercera, la indeterminación de los lugares sugeridos. El laberinto de esa tercera fase representa una búsqueda que nos lleva más allá. De ahí el carácter sacro que tuvieron los más antiguos laberintos que nos son conocidos: el egipcio de Hawara y el cretense que les dio nombre.
Los universos que figuran en esta exposición de Valladolid, los inició Guadalupe Luceño a mediados de 2019. La artista pretende crear, en un proceso de progresión constante, “una suerte de multiverso imaginario de micro-universos marinos, terrestres y espaciales, en una búsqueda constante de nuestro lugar en el mundo, proceso de individuación psicológico, filosófico y, de forma preeminente, espiritual”, para decirlo con palabras de la artista, que hace referencia a C.G. Jung y a Demócrito que sentenció que todo es fruto del azar y de la necesidad. En efecto, Guadalupe combina en sus universos voluntad y azar. Su voluntad decide la disposición de las manchas que figuran en el cuadro, su pigmentación, la mayor o menor cantidad de disolvente, dejando en manos de la necesidad -ley de la gravedad y de la presión que ejerce sobre ellas- su desenvolvimiento en forma de “paisajes”.
Los paisajes que el contemplador descubre en los universos de Guadalupe Luceño vienen a ser los que nos depara la salida del laberinto, una vez realizado el viaje iniciático. Son paisajes a la vez que abstracciones, pinturas de acción a la vez que objetos de contemplación, luces crepusculares que anuncian la aparición de la luna y luces crepusculares que anuncian la salida del sol, inmersiones en el fondo del mar y en el fondo de la tierra, explosiones del mundo subterráneo y viajes galácticos. Y son, también, ensoñaciones que armonizan con ritos funerarios y con la esperanza de una nueva vida.
La montaña mágica, Lagunas negras, Hielo, Cavernas marinas, El Diablo cargando con el Mundo sobre sus espaldas, Erupción, Deshielo, Confinamiento, Puertas al Infinito, Cascada cósmica, Inmersión, Praderas árticas, Cuatro soles, Tempestad, Luna llena... He ahí algunos títulos de las pinturas, que reflejan la preocupación de la artista por el deshielo de los casquetes polares, el calentamiento global, el mantenimiento del hábitat natural, los incendios forestales que año tras año asolan vastos territorios de la Madre Tierra, las erupciones volcánicas...
Eso son los universos de Guadalupe Luceño: erupciones del volcán de arte que la artista alberga en su interior. Erupciones llenas de color y, también, de presentimientos en los que las luces juegan con las sombras. O sea, las luces y las sombras que nos incitan a averiguar cómo el hombre se sobrevivirá a sí mismo.
Notas:
1 Publicada en 1998 por la editorial Siruela, esa obra, de más de mil doscientas páginas, se divide en dos partes: la primera se titula “Diagramas del conocimiento en el mitraísmo, el gnosticismo, el cristianismo y el maniqueísmo” y la segunda, “Los mandalas del budismo tántrico”.2 Ver Giordano Bruno, Mundo, Magia, Memoria, edición de Ignacio Gómez de Liaño (Zaragoza, Libros del Innombrable, 2021, pág. 359.) La primera edición apareció en 1973.
© Ignacio Gómez de Liaño
(Reproducido con permiso del autor)
Los mandalas musicales de Guadalupe Luceño
Prólogo al catálogo de la exposición de Essen (Alemania), 2005
Desde sus orígenes la pintura ha girado en torno a dos polos. Uno es el deseo de reproducir la realidad fenoménica de forma que el contemplador se haga la ilusión de estar delante de la cosa representada. El otro es el anhelo de jugar con las figuras geométricas elementales. Si en torno al primero podemos situar desde los bisontes de Altamira hasta Las Meninas, alrededor del segundo se encuentran el arte sirio-fenicio de hacia el siglo X a. C., los mosaicos romanos de motivos geométricos y las lacerías árabes, que en buena medida son continuación de aquéllos, como lo deja ver el arte sirio de la época omeya. Entre estos dos polos hay situaciones intermedias, como en las pinturas de los abrigos levantinos y en la cerámica griega arcaica, en las que el artista reproduce escenas de la vida cotidiana de una forma esquemática, estilizada.
Es bien sabido que el mundo musulmán dio su preferencia al aniconismo de raigambre hebrea, en tanto que el Occidente europeo se decantó por la figura humana y el paisaje, y relegó las indagaciones de tipo geométrico a la condición ancilar de arte ornamental. Habrá que esperar al segundo decenio del pasado siglo para asistir a su reivindicación. Los suprematistas y los neoplasticistas se dedicarán desde entonces a explorar lo que Kant llamaba la pulchritudo vaga, o sea, la «belleza libre», el libre juego de las sensaciones visivas. Más que una visión renovada de la realidad, estos artistas se proponían como ideal estético un arte que en lugar de reproducir la realidad fuese la realidad, una realidad en la que se evidenciasen, de forma cristalina, sus fundamentos estructurales.
Después de la segunda guerra mundial esta modalidad artística renace con fuerza, sobre todo en zonas de cultura alemana, como se ve en la obra de Max Bill, ya sea por la tradición anicónica de cultura religiosa protestante, ya por el interés que suscita en el espíritu alemán la alianza de lo artístico y lo tecnológico, de la estética y la ciencia. Poco después, en los años cincuenta y sesenta, empieza a darse a conocer en España una serie de creadores que van en esta dirección, como Oteiza, el Equipo 57, Palazuelo, Sempere, Elena Asíns, Julio Plaza, Lugán, Julián Gil, Tomás García y José María Iturralde. Algunos de estos artistas, en los últimos años 60 y primeros 70, emprenderán un diálogo pionero con la ciencia y las nuevas tecnologías en el marco del Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid.
Los mandalas de Guadalupe Luceño se encuentran en esa estela. Pero todavía sería más exacto decir que se encuentran en una encrucijada en la que lo contemporáneo se da la mano con lo antiguo, lo sagrado con lo estructural, lo íntimo con lo impersonal. Pues uno de los rasgos peculiares del arte de Guadalupe Luceño es que para ella la composición de mandalas forma parte de una inspiración y un proceso espirituales. Para decirlo con sus propias palabras, los mandalas son «el vehículo que he elegido —o que me ha elegido— para caminar por la senda del crecimiento personal y de la búsqueda de la verdad última o, cuando menos, de mi verdad, que no puede ser sino parte consustancial de aquélla».
Las estructuras que la artista evidencia en sus composiciones, con su poderosa simetría central y un despliegue que a menudo se desarrolla en torno a una cruz primordial e irradiante, no son tanto estructuras del universo, según podrían discernirse en la flor, el árbol, los cristales, los átomos o las revoluciones astronómicas, como estructuras de la psique que, por otro lado, no podrían existir sino en relación de solidaridad con las de la realidad física y biológica. Figuras de la totalidad y de la integración, la pintora sabe que sólo de forma coordinada, armónica, la psique puede crecer y madurar.
De una forma intuitiva, casi por revelación o por una cierta comprensión íntima, Guadalupe Luceño se ha plantado, de golpe, en el ápice de un arte más bien secreto. Impregnados de anhelos sapienciales de trascendencia, los mandalas indotibetanos y sus precedentes, los diagramas gnósticos y maniqueos de los siglos II y siguientes, que logré reconstruir en El círculo de la Sabiduría (Siruela), son, para la artista española, los interlocutores ideales en un proceso que nos va a descubrir, intuitivamente, las formas esenciales de composición psico-físico-matemática. De una composición que desde un punto inextenso abarca todas las direcciones y dimensiones de un espacio que es contemplado como correlato del espíritu.
En la pintura de Guadalupe Luceño aflora, en una ocasión, una significativa referencia a Sofía Prouniko, figura central del gnosticismo, la madre eónica de los hombres «pneumáticos» y responsable, en última instancia, de la creación del Universo, a través de la acción de su hijo «psíquico» el dios Yaldabaoth. Los gnósticos veían a esta Sofía como la Jerusalén celeste del Apocalipsis, cuya estructura mandálica no se debe pasar por alto. En otra ocasión, la referencia a Siria, en un mandala llamativo por lo diferente, nos trasporta a un país y a unas coordenadas geográficas y culturales donde surgieron, hace unos dos mil años, los diagramas mitraicos y gnósticos de los que derivarán en última instancia los mandalas indotibetanos del budismo tántrico, después de ser revalidados y filtrados por el dualismo maniqueo. Pero el arte de Guadalupe Luceño no es un arte erudito, fastidiosamente erudito. Si algo tiene a raudales es espontaneidad, a la vez que rigor, un espíritu lúdico que transforma el ornamento en meditación y la meditación en ornamento.
Con un lenguaje de formas y colores puros, los mandalas de Guadalupe Luceño nos participan un mundo que está en expansión rítmica y constante a partir de un centro inextenso, infigurable, inefable; un mundo que es originado por vectores de color que se entrecruzan en el espacio como los infinitos y vibrantes caminos de la vida; un mundo en el que predominan pautas de estructuración e integración basadas en el círculo (el Cielo), el cuadrado (la Tierra) y, ocasionalmente, el triángulo. Una y otra vez, nos asaltan el campo de la visión ciertos valores numérico-espaciales, que tanto se destacan en los diagramas gnósticos y los mandalas tántricos, como la Tétrada, que se convierte en Péntada con la reunión en el centro de los cuatro vértices del cuadrado, y sus misteriosas derivaciones, como la Ogdóada, el Dieciséis y el Treinta y dos.
A menudo, al titular sus óleos, Guadalupe se fija en las composiciones de grandes músicos (Beethoven, Mozart, Bach, Mahler), lo que se explica porque su pintura es música visiva, juego armónico de sensaciones visuales, en el que el plano pictórico hace las veces de partitura. La referencia a la música va al fondo de la obra de Guadalupe Luceño, pues la música es algo más que la mera modulación de los sonidos. Giordano Bruno, que además de filósofo fue uno de los principales tratadistas del arte de la memoria, compara sus diagramas mnemónicos —sus mandalas, podríamos decir— con la música, y así, en el capítulo XX de la sección II de la Parte I de Sobre la composición de imágenes, signos e ideas, dice:
«La música es de tres clases: la primera está en la mente de Dios, la segunda en el orden y movimiento de las cosas del mundo, la tercera en aquellas formas que empapan el alma en virtud de la armonía que ésta disfrutaba antes de ser encerrada en la prisión del cuerpo. Mientras que los músicos ligeros y vulgares se basan en sones de voces e instrumentos, los músicos serios, con un juicio más sólido y una razón más profunda, se sienten a menudo inspirados por un cierto soplo divino y acogen en su espíritu el alimento de la ambrosía celestial. A éstos la armonía se les comunica preferentemente por los ojos, a aquéllos por los oídos. En otra parte traté del admirable parentesco que hay entre los verdaderos poetas —a los que se asemejan los músicos por ser idéntica la especie a la que ambos hacen referencia—, los verdaderos pintores y los verdaderos filósofos. La verdadera filosofía es tanto música o poesía como pintura; la verdadera pintura es tanto música como filosofía; la verdadera poesía —o música— es tanto pintura como una cierta divina sabiduría».
Guadalupe Luceño forma parte de esta clase de músicos a los que se refería Bruno. A ellos la armonía se les da a través de una visión que trata de ir al fondo musical de las cosas. Pues el alma, como pensaba Platón, o es música o tiene afinidad con la música.
© Ignacio Gómez de Liaño
(Reproducido con permiso del autor)